domingo, 18 de septiembre de 2011

Víctor José Maicas. Artículo







ZANZÍBAR, UN PARAÍSO INMERSO EN LA NECESIDAD

   
    Esta pequeña isla perteneciente a Tanzania, posiblemente sea un claro ejemplo de cómo la indiferencia de los países ricos puede marcar el destino de mucha gente a lo largo y extenso del planeta.

    Pero si les parece, y para que puedan entender mejor el título de este artículo, les describiré muy brevemente aquello que mis ojos vieron al visitar esta pequeña isla situada en el océano Índico.
    El Índico es, si cabe, mucho más bello que otros mares que he tenido ocasión de visitar, ya que sus aguas transparentes te hacen soñar en un mar de cristal mientras sus playas rebosan de una vegetación exultante, repleta de cocoteros y plantas tropicales. Sus arrecifes de coral te invitan a descubrir un mundo de ensueño, con peces de mil colores acostumbrados a la presencia humana. Desde Indonesia hasta África sus aguas son cálidas y acogedoras, pero hoy les hablaré, como les acabo de decir, de mi viaje a Zanzíbar, pues las excelencias de esta isla, pegada a las costas de Tanzania, son espectaculares pero además se puede observar en ella unos preocupantes y alarmantes contrastes.
    Sus playas de arena blanca compiten en belleza con sus verdes y frondosos bosques, al tiempo que sus gentes intentan convivir en armonía con la naturaleza, si bien esto es cada vez más complicado en nuestro mundo. Zanzíbar es la isla de las especias, y sus mercados son un regalo para los sentidos. Sus aromas te sugieren mil sensaciones, mientras tus oídos y ojos se desbordan intentando captarlo todo sin perder el más mínimo detalle. El tacto y el gusto no se quedan atrás, y son otra vez tus ojos los que te empujan hacia otro mundo por descubrir, la ciudad de piedra, su capital.
    Adentrarse en Stone Town no sólo es adentrarte en un mundo diferente, es más aún, es retroceder en el tiempo. Sus callejuelas estrechas y sus casas de piedra soportando estoicamente el evidente paso del tiempo, se entremezclan con espectaculares puertas de madera tallada y arcos árabes que trasladan al visitante a un tiempo pasado. Pareciese que sus gentes viven acorde con ese ambiente, puesto que en pleno centro de la ciudad puedes observar plazas repletas de vendedores ambulantes que te ofrecen desde frutas de todo tipo, a gallinas esperando un nuevo dueño. Pero sigues caminando, y es entonces cuando compruebas lo sobrecogedor que resulta ver los rústicos andamios hechos de cuerdas y palos, por donde los albañiles corretean como si de equilibristas se tratara. Y si te acercas hasta el puerto, puedes observar la frenética actividad de sus gentes preparando mil y un manjares sacados del mar, a la espera de algún turista ávido de nuevas sensaciones. La ciudad, de alguna forma, nos cautiva, pero detrás de todo esto se esconde la realidad, esa dura realidad de unas gentes que luchan por sobrevivir sin más anhelo que el de conseguir unas monedas que alivien la precaria situación diaria en la que viven.
    Al visitar esta pequeña y olvidada isla descubrí cómo muchos de sus habitantes subsisten sin luz eléctrica, en aldeas incrustadas en mitad de la selva, acribillados por esos mosquitos tropicales que te hacen enfermar de malaria y que, por falta de medicamentos, una parte de sus habitantes no puede sobrevivir a la misma. Según me comentaba la gente del lugar, aquéllos que disponían de más recursos económicos construían sus casas al borde de la carretera para poder tener electricidad. Comprobé entonces que tener un televisor era todo un lujo, y cómo los que lo tenían compartían con sus vecinos aquella maravilla. Se formaban grandes grupos de hombres, mujeres y niños frente al aparato, con la mirada fija en aquel prodigio de la tecnología.
    Un aldeano me indicó, y pude comprobar personalmente, que la carretera era un ir y venir de gente en busca de la luz de los coches, esa luz prodigiosa que iluminaba la noche. ¡Era todo un acontecimiento!
    Si te adentrabas en las aldeas interiores, observabas al paso de los focos del vehículo cómo la gente estaba sentada junto a sus casas, a oscuras, sin otro entretenimiento que la simple conversación u observación de aquellos extranjeros «motorizados» camino de sus lujosos hoteles. Los hoteles son como oasis en un desierto, centros de riqueza en medio de la miseria. Mi habitación tenía más metros cuadrados que tres de sus casas juntas, un televisor gigantesco que apenas encendí, y un sinfín de lámparas que hubiesen hecho las delicias de aquella pobre gente. La piscina estaba situada frente a aquel mar de coral que hechizaba los sentidos, y casi a pie de playa se encontraban aquellos guardias jurados que «nos protegían» de cualquier incursión que pudiera quebrar nuestro remanso de paz. Los vendedores ambulantes estaban ojo avizor para intentar aliviar su maltrecha economía, y entre ellos «los chicos de la playa », adolescentes y no tan adolescentes, que te ofrecían excursiones por un precio irrisorio.
    Yo sólo había visto Zanzíbar a través de aquellas revistas de viajes que te mostraban que el paraíso existía. Y no se equivocaban con respecto a su belleza natural, pero la miseria y penalidades de los habitantes de este «paraíso» son, en la mayoría de ocasiones, un tema tabú para las sociedades ricas e industrializadas del llamado primer mundo. Pero lo más llamativo del caso es que Zanzíbar, según me dijeron sus propios habitantes, es rica en recursos naturales, pero curiosamente, y al menos por lo que me comentaron, sus riquezas sólo llegan a unos cuantos, a algunos de esos dirigentes corruptos que hacen negocios espectaculares sin tener en cuenta las necesidades de los suyos.

Víctor J. Maicas
*escritor.
Desde Castellón, España.

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